—Papá, ¿cuál es tu animal favorito? —¿El mío? No es sino fue. —¿Qué quieres decir, papá? ¡Cuéntame! —Está bien, hijo. Presta atención. Cuando tu padre era pequeño y vivíamos en Egipto, aunque nos tenían esclavizados teníamos mucho ganado. Sobre todo ovejas y cabras. Un día, tu abuelo Josué me llevó al establo. Había nacido un corderito y me dijo que ése era para mí. Que me lo daba. Que podía hacer con él lo que quisiese. Y que yo me haría cargo de su cuidado. Mi padre quería llamarle como yo pero le dije que, como ahora era mío, me gustaría a mí ponerle el nombre, sólo que todavía no sabía cuál. Cada día estaba deseando que llegase la hora de acabar mis tareas para ir corriendo a ver al corderito. Incluso me llevaba orgulloso a otros niños para que lo viesen. Me acuerdo cómo al principio le temblaban las piernas cuando se ponía en pie. Me gustaba ponerlo sobre mis rodillas y acariciarle. Me hacía muchas cosquillas en la mano cuando la acercaba a su hocico. Era muy gracioso verle cuando empezó a saltar y cómo se le movían las orejas. Se me pasaban las tardes volando. Cuando creció un poquito, le ataba una cuerda al cuello y lo sacaba a pasear. Nos perdíamos tardes enteras paseando por aquellas verdes praderas. También me gustaba mucho lo blanco de su lana y por eso decidí llamarle “Blanquito”. Para mí no existía otro animal más que Blanquito. Me parecía perfecto. El cordero más bonito que jamás hubiese existido. Era la envidia de los demás niños. Todos pedían a su padre un corderito pero ninguno era como Blanquito. En esos días, nuestro pueblo era más esclavo que nunca de Faraón y el Señor mandó varias plagas para que nos dejase marchar. En lugar de eso, Faraón endurecía más y más su corazón y no lo consentía. Pero un día, llegó tu abuelo diciendo que el Señor iba a mandar una plaga diferente a Egipto para que Faraón nos dejase salir de allí. Que la plaga consistía en que todos los primogénitos de Egipto iban a morir, salvo los de las casas donde se sacrificase un animal en su lugar. Que el ángel del Señor pasaría por las calles y en la casa que no hubiese muerto un animal moriría el hijo mayor. Que los postes de la puerta de casa se debían untar con la sangre del animal. Así, el ángel vería que en la casa había habido muerte y no entraría. Y que ésta sería la forma en que Faraón nos dejaría salir. Porque hasta ahora, a pesar de todas las plagas, los egipcios no habían obedecido a Moisés pero al entrar la muerte en sus hogares, por temor a morir todos, nos dejarían marchar. En cuanto al animal, las instrucciones de Moisés eran que cada familia debía coger un cordero o un cabrito. Que tenía que ser macho y de un año. Y que también tenía que ser sin defecto y que para eso había que tenerlo en observación durante cuatro días. Cuando mi padre dijo que podía ser un cordero, mi corazón se sobresaltó por un momento: “¡No, Blanquito no!”, pensé. Esa noche me consolaba pensando que Blanquito era demasiado hermoso como para ser sacrificado y que teníamos muchos más. “¡Además, mi padre nunca sacrificaría al cordero que me había regalado!”, seguía diciéndome para mí. Al día siguiente, como siempre, cuando acabé mis tareas salí corriendo a jugar con Blanquito. Pero para mi asombro la puerta de su valla estaba abierta y Blanquito no estaba. Corriendo busqué a mi padre. Había puesto a Blanquito aparte. —¿Por qué está aquí Blanquito, papá? —pregunté temiéndome lo peor. —Porque quiero observarlo más detenidamente, hijo. —¿No irás a sacrificarlo, verdad? —Hijo. Este cordero es tuyo. Hablar de Blanquito es hablar de ti. Ninguno mejor que éste. Y Moisés ha dicho que si no muere él morirás tú. —¿Y no podemos poner en la puerta otra cosa que agrade al ángel para que no entre a por mí? —No. Yo me resistía a aceptar la realidad. Miraba para todos lados desesperado, pensando en si podía haber otra forma de salvar a mi Blanquito: —¿Qué tal ponerle esas tortas tan buenas que hace mamá...? —Basta, hijo. Por un momento deseaba que Blanquito dejase de ser Blanquito. Que fuese tuerto o cojo para que mi padre no se fijase en él. Pero Blanquito era Blanquito y fue el escogido. Traté de aguantarme las ganas de llorar delante de mi padre pero no pude. Mientras lloraba pensaba: “¿Qué hago llorando por Blanquito pues al fin y al cabo es un animal? Mi padre se va a reír si me ve llorar por él; ¡no lo va a entender! ¿Y qué les voy a decir a mis amigos cuando se enteren de que ya no tengo a Blanquito?”. Pero una vez que me hube desahogado, mi padre se sorprendió cuando le dije que, puesto que moría por mí, yo lo quería matar. Mi padre, tras dudar por un momento de que fuese capaz de hacer lo que había decidido, aceptó. Me dijo que me explicaría cómo tenía que hacerlo y que me ayudaría. Llegó el día que había que matarlo. El día más largo de mi infancia. Teníamos que recoger todo lo que nos íbamos a llevar de viaje. Pero yo estaba en el establo con Blanquito. No me quería separar de él. Mi madre fue la que recogió todas mis cosas. Al atardecer vino mi padre a buscarme: —Es la hora, hijo. Llevé a Blanquito a casa sin cuerda. Ya no hacía falta. Me seguía confiado a todas partes. Yo trataba de hacerme el valiente y de que no me viese llorar. En casa, todo estaba preparado: Lo que teníamos que llevarnos para el viaje, el fuego y el cuchillo. Recuerdo las instrucciones de nuestro padre: “Debe untarse la sangre en los postes y en el dintel de la puerta. Debe asarse al fuego. Debe llevar hierbas amargas. No debe dejarse nada para mañana...”. Mi padre me acercó el cuchillo y yo lo acerqué al cuello de Blanquito. Me dijo que la otra mano la pusiese sobre su cabeza para sujetarla. Que no hacía falta nada más. Que Blanquito, como cordero que era, se dejaría matar sin problemas. Mientras, mi padre colocaría el lebrillo debajo de su cuello para recoger la sangre. Hubiera deseado hacerlo totalmente a oscuras y que Blanquito no viese que yo mismo le sacrificaba. Sentía que le traicionaba. Antes de pensarlo más y cambiar de opinión, apreté con firmeza el cuchillo y le hice el corte en el cuello. Recuerdo sus balidos. Salían indefensos de su garganta mezclados entre borbotones de sangre. No se movía. No se revolvía. Se quedó quieto mientras su sangre caía sobre el lebrillo. Fui a dejar el cuchillo en la mesa y al girarme le vi mirándome a los ojos. Ahora estábamos el uno frente al otro. Parecía como si fuese consciente de lo que estaba pasando. Como si Blanquito supiese que moría en mi lugar y que lo aceptaba. Que no le importaba que yo mismo le hubiese matado. Que lo que de verdad importaba era que yo viviera. No veía rencor en su mirada. Veía que me seguía queriendo. Sus rodillas empezaban a temblar como cuando era recién nacido y quería mantenerse en pie. No lo pude soportar más y salí de casa corriendo y llorando. No podía ver morir así a Blanquito. Al rato salió mi padre con el lebrillo con sangre y un manojo de hisopo. Lo mojó en ella y comenzó a untar los postes de la puerta y el dintel que estaba sobre ella. Y mientras lo hacía, me recordó que esa noche, cuando pasase el ángel y viese la sangre de Blanquito, no entraría en busca de la mía. Después, entramos los dos a casa. Todo estaba preparado y Blanquito en el fuego. Puestos en pie, mi padre dio gracias al Señor por Blanquito y por mí. Mi madre empezó a repartir nuestros bocados. Los comimos en pie y en silencio. Siempre había dicho que la carne de cordero asada era la mejor carne que había. Y que nadie la preparaba como mi madre. Había comido muchos corderos antes de ése y siempre me chupaba los dedos. Pero me alegro de que el Señor dijera que la carne de Blanquito había que comerla con hierbas amargas. No quería que nadie saborease a Blanquito sino que pensasen en lo amargo que era para mí el que Blanquito hubiese muerto. Blanquito no era un cordero cualquiera. El tener que comerlo me hacía pensar, reconocer, admitir, digerir que Blanquito había muerto por mi culpa. De no tener yo pecado no hubiese sido necesario que él muriese por mí. Mientras tanto, el ángel pasó por las calles pero al ver la sangre en la puerta no entró. Eso es la Pascua, hijo: El pasar de largo. Que el ángel pasa de largo, al ver la sangre en la puerta, sin entrar. A medianoche se empezaron a oír en las casas de los egipcios lloros y lamentos. En ellas sí que había entrado el ángel. A la madrugada, los mismos egipcios nos pedían que nos marchásemos antes de que muriesen todos. Había gran alegría entre la multitud del pueblo que por fín salía de Egipto para volver a casa después de tantos años. Pero yo no podía dejar de pensar en Blanquito. Con el paso de los años en el desierto creo que muchos de los mayores que celebraron aquella Pascua, realmente no lo entendieron. Tu padre le ha dado muchas gracias al Señor por Blanquito. Porque para mí no era un cordero cualquiera. Blanquito me ha hecho y aún me hace pensar mucho en todo por lo que tuvo que pasar. Blanquito me ha hecho y aún me hace pensar mucho en todo por lo que a quien representaba tendrá que pasar. Con Blanquito entendí que ciertamente la paga del pecado es la muerte y que eso es lo único que satisface la justicia divina. Que aun siendo niño, mis “pequeños” pecados son muy grandes delante de un Dios tan limpio. Que todos los pecados merecen la muerte. El pecado de nuestro padre Adán fue una simple desobediencia. Y yo, como niño, había desobedecido muchas veces a mi padre. Lo que desde el principio hemos oído, hijo. Que Dios no cambia de parecer con el tiempo. El problema del pecado es siempre el mismo, la muerte; y la solución es siempre la misma, la sustitución. Dicen que un padre da la vida por su hijo. Y yo la daría por ti. Pero delante de Dios, un pecador condenado a muerte no puede sustituir a otro pecador. El sustituto tendrá que ser limpio como lo era Blanquito con su blanca lana. Cuando venga el Salvador que esperamos, tendrá que morir como Blanquito, en nuestro lugar. Morirá por nuestra culpa para que nosotros no muramos eternamente. Por eso el cordero tenía que ser macho y de un año. Tenía que morir, no por viejo sino valiente y voluntariamente por nosotros, pues Él no tiene por qué morir. No nos mirará con otros ojos a pesar de lo que le hagamos o de lo que sufra. Nos querrá igual. No le importará con tal de que no muramos nosotros. El pasar a Blanquito por fuego era para entender que el Salvador tendrá que pasar por el fuego del juicio divino que todos merecemos. El comer a Blanquito era para reconocer y recordar que el Salvador morirá por nosotros y que ésa es la única forma de satisfacer la justicia divina. Pero las hierbas amargas eran para apreciar que aunque la deuda la dejará zanjada, el precio pagado por ello será muy alto y que por eso, no podemos vivir de cualquier manera, como si nada. El que no quedase nada para el día siguiente me hace pensar en que nuestro Salvador lo dará todo por nosotros con tal de dejar la deuda pagada. Así como la fe en que la sangre en la puerta haría que el ángel no entrase, la fe en la sangre que el Cordero de Dios derrame impedirá que suframos la condenación. Si Blanquito fue tan especial para tu padre, más tiene que ser para ti Aquel que vendrá un día. Tiene que ser a quien más ames en esta vida.
—Papá, ¿cuál es tu animal favorito? —¿El mío? No es sino fue. —¿Qué quieres decir, papá? ¡Cuéntame! —Está bien, hijo. Presta atención. Cuando tu padre era pequeño y vivíamos en Egipto, aunque nos tenían esclavizados teníamos mucho ganado. Sobre todo ovejas y cabras. Un día, tu abuelo Josué me llevó al establo. Había nacido un corderito y me dijo que ése era para mí. Que me lo daba. Que podía hacer con él lo que quisiese. Y que yo me haría cargo de su cuidado. Mi padre quería llamarle como yo pero le dije que, como ahora era mío, me gustaría a mí ponerle el nombre, sólo que todavía no sabía cuál. Cada día estaba deseando que llegase la hora de acabar mis tareas para ir corriendo a ver al corderito. Incluso me llevaba orgulloso a otros niños para que lo viesen. Me acuerdo cómo al principio le temblaban las piernas cuando se ponía en pie. Me gustaba ponerlo sobre mis rodillas y acariciarle. Me hacía muchas cosquillas en la mano cuando la acercaba a su hocico. Era muy gracioso verle cuando empezó a saltar y cómo se le movían las orejas. Se me pasaban las tardes volando. Cuando creció un poquito, le ataba una cuerda al cuello y lo sacaba a pasear. Nos perdíamos tardes enteras paseando por aquellas verdes praderas. También me gustaba mucho lo blanco de su lana y por eso decidí llamarle “Blanquito”. Para mí no existía otro animal más que Blanquito. Me parecía perfecto. El cordero más bonito que jamás hubiese existido. Era la envidia de los demás niños. Todos pedían a su padre un corderito pero ninguno era como Blanquito. En esos días, nuestro pueblo era más esclavo que nunca de Faraón y el Señor mandó varias plagas para que nos dejase marchar. En lugar de eso, Faraón endurecía más y más su corazón y no lo consentía. Pero un día, llegó tu abuelo diciendo que el Señor iba a mandar una plaga diferente a Egipto para que Faraón nos dejase salir de allí. Que la plaga consistía en que todos los primogénitos de Egipto iban a morir, salvo los de las casas donde se sacrificase un animal en su lugar. Que el ángel del Señor pasaría por las calles y en la casa que no hubiese muerto un animal moriría el hijo mayor. Que los postes de la puerta de casa se debían untar con la sangre del animal. Así, el ángel vería que en la casa había habido muerte y no entraría. Y que ésta sería la forma en que Faraón nos dejaría salir. Porque hasta ahora, a pesar de todas las plagas, los egipcios no habían obedecido a Moisés pero al entrar la muerte en sus hogares, por temor a morir todos, nos dejarían marchar. En cuanto al animal, las instrucciones de Moisés eran que cada familia debía coger un cordero o un cabrito. Que tenía que ser macho y de un año. Y que también tenía que ser sin defecto y que para eso había que tenerlo en observación durante cuatro días. Cuando mi padre dijo que podía ser un cordero, mi corazón se sobresaltó por un momento: “¡No, Blanquito no!”, pensé. Esa noche me consolaba pensando que Blanquito era demasiado hermoso como para ser sacrificado y que teníamos muchos más. “¡Además, mi padre nunca sacrificaría al cordero que me había regalado!”, seguía diciéndome para mí. Al día siguiente, como siempre, cuando acabé mis tareas salí corriendo a jugar con Blanquito. Pero para mi asombro la puerta de su valla estaba abierta y Blanquito no estaba. Corriendo busqué a mi padre. Había puesto a Blanquito aparte. —¿Por qué está aquí Blanquito, papá? —pregunté temiéndome lo peor. —Porque quiero observarlo más detenidamente, hijo. —¿No irás a sacrificarlo, verdad? —Hijo. Este cordero es tuyo. Hablar de Blanquito es hablar de ti. Ninguno mejor que éste. Y Moisés ha dicho que si no muere él morirás tú. —¿Y no podemos poner en la puerta otra cosa que agrade al ángel para que no entre a por mí? —No. Yo me resistía a aceptar la realidad. Miraba para todos lados desesperado, pensando en si podía haber otra forma de salvar a mi Blanquito: —¿Qué tal ponerle esas tortas tan buenas que hace mamá...? —Basta, hijo. Por un momento deseaba que Blanquito dejase de ser Blanquito. Que fuese tuerto o cojo para que mi padre no se fijase en él. Pero Blanquito era Blanquito y fue el escogido. Traté de aguantarme las ganas de llorar delante de mi padre pero no pude. Mientras lloraba pensaba: “¿Qué hago llorando por Blanquito pues al fin y al cabo es un animal? Mi padre se va a reír si me ve llorar por él; ¡no lo va a entender! ¿Y qué les voy a decir a mis amigos cuando se enteren de que ya no tengo a Blanquito?”. Pero una vez que me hube desahogado, mi padre se sorprendió cuando le dije que, puesto que moría por mí, yo lo quería matar. Mi padre, tras dudar por un momento de que fuese capaz de hacer lo que había decidido, aceptó. Me dijo que me explicaría cómo tenía que hacerlo y que me ayudaría. Llegó el día que había que matarlo. El día más largo de mi infancia. Teníamos que recoger todo lo que nos íbamos a llevar de viaje. Pero yo estaba en el establo con Blanquito. No me quería separar de él. Mi madre fue la que recogió todas mis cosas. Al atardecer vino mi padre a buscarme: —Es la hora, hijo. Llevé a Blanquito a casa sin cuerda. Ya no hacía falta. Me seguía confiado a todas partes. Yo trataba de hacerme el valiente y de que no me viese llorar. En casa, todo estaba preparado: Lo que teníamos que llevarnos para el viaje, el fuego y el cuchillo. Recuerdo las instrucciones de nuestro padre: “Debe untarse la sangre en los postes y en el dintel de la puerta. Debe asarse al fuego. Debe llevar hierbas amargas. No debe dejarse nada para mañana...”. Mi padre me acercó el cuchillo y yo lo acerqué al cuello de Blanquito. Me dijo que la otra mano la pusiese sobre su cabeza para sujetarla. Que no hacía falta nada más. Que Blanquito, como cordero que era, se dejaría matar sin problemas. Mientras, mi padre colocaría el lebrillo debajo de su cuello para recoger la sangre. Hubiera deseado hacerlo totalmente a oscuras y que Blanquito no viese que yo mismo le sacrificaba. Sentía que le traicionaba. Antes de pensarlo más y cambiar de opinión, apreté con firmeza el cuchillo y le hice el corte en el cuello. Recuerdo sus balidos. Salían indefensos de su garganta mezclados entre borbotones de sangre. No se movía. No se revolvía. Se quedó quieto mientras su sangre caía sobre el lebrillo. Fui a dejar el cuchillo en la mesa y al girarme le vi mirándome a los ojos. Ahora estábamos el uno frente al otro. Parecía como si fuese consciente de lo que estaba pasando. Como si Blanquito supiese que moría en mi lugar y que lo aceptaba. Que no le importaba que yo mismo le hubiese matado. Que lo que de verdad importaba era que yo viviera. No veía rencor en su mirada. Veía que me seguía queriendo. Sus rodillas empezaban a temblar como cuando era recién nacido y quería mantenerse en pie. No lo pude soportar más y salí de casa corriendo y llorando. No podía ver morir así a Blanquito. Al rato salió mi padre con el lebrillo con sangre y un manojo de hisopo. Lo mojó en ella y comenzó a untar los postes de la puerta y el dintel que estaba sobre ella. Y mientras lo hacía, me recordó que esa noche, cuando pasase el ángel y viese la sangre de Blanquito, no entraría en busca de la mía. Después, entramos los dos a casa. Todo estaba preparado y Blanquito en el fuego. Puestos en pie, mi padre dio gracias al Señor por Blanquito y por mí. Mi madre empezó a repartir nuestros bocados. Los comimos en pie y en silencio. Siempre había dicho que la carne de cordero asada era la mejor carne que había. Y que nadie la preparaba como mi madre. Había comido muchos corderos antes de ése y siempre me chupaba los dedos. Pero me alegro de que el Señor dijera que la carne de Blanquito había que comerla con hierbas amargas. No quería que nadie saborease a Blanquito sino que pensasen en lo amargo que era para mí el que Blanquito hubiese muerto. Blanquito no era un cordero cualquiera. El tener que comerlo me hacía pensar, reconocer, admitir, digerir que Blanquito había muerto por mi culpa. De no tener yo pecado no hubiese sido necesario que él muriese por mí. Mientras tanto, el ángel pasó por las calles pero al ver la sangre en la puerta no entró. Eso es la Pascua, hijo: El pasar de largo. Que el ángel pasa de largo, al ver la sangre en la puerta, sin entrar. A medianoche se empezaron a oír en las casas de los egipcios lloros y lamentos. En ellas sí que había entrado el ángel. A la madrugada, los mismos egipcios nos pedían que nos marchásemos antes de que muriesen todos. Había gran alegría entre la multitud del pueblo que por fín salía de Egipto para volver a casa después de tantos años. Pero yo no podía dejar de pensar en Blanquito. Con el paso de los años en el desierto creo que muchos de los mayores que celebraron aquella Pascua, realmente no lo entendieron. Tu padre le ha dado muchas gracias al Señor por Blanquito. Porque para mí no era un cordero cualquiera. Blanquito me ha hecho y aún me hace pensar mucho en todo por lo que tuvo que pasar. Blanquito me ha hecho y aún me hace pensar mucho en todo por lo que a quien representaba tendrá que pasar. Con Blanquito entendí que ciertamente la paga del pecado es la muerte y que eso es lo único que satisface la justicia divina. Que aun siendo niño, mis “pequeños” pecados son muy grandes delante de un Dios tan limpio. Que todos los pecados merecen la muerte. El pecado de nuestro padre Adán fue una simple desobediencia. Y yo, como niño, había desobedecido muchas veces a mi padre. Lo que desde el principio hemos oído, hijo. Que Dios no cambia de parecer con el tiempo. El problema del pecado es siempre el mismo, la muerte; y la solución es siempre la misma, la sustitución. Dicen que un padre da la vida por su hijo. Y yo la daría por ti. Pero delante de Dios, un pecador condenado a muerte no puede sustituir a otro pecador. El sustituto tendrá que ser limpio como lo era Blanquito con su blanca lana. Cuando venga el Salvador que esperamos, tendrá que morir como Blanquito, en nuestro lugar. Morirá por nuestra culpa para que nosotros no muramos eternamente. Por eso el cordero tenía que ser macho y de un año. Tenía que morir, no por viejo sino valiente y voluntariamente por nosotros, pues Él no tiene por qué morir. No nos mirará con otros ojos a pesar de lo que le hagamos o de lo que sufra. Nos querrá igual. No le importará con tal de que no muramos nosotros. El pasar a Blanquito por fuego era para entender que el Salvador tendrá que pasar por el fuego del juicio divino que todos merecemos. El comer a Blanquito era para reconocer y recordar que el Salvador morirá por nosotros y que ésa es la única forma de satisfacer la justicia divina. Pero las hierbas amargas eran para apreciar que aunque la deuda la dejará zanjada, el precio pagado por ello será muy alto y que por eso, no podemos vivir de cualquier manera, como si nada. El que no quedase nada para el día siguiente me hace pensar en que nuestro Salvador lo dará todo por nosotros con tal de dejar la deuda pagada. Así como la fe en que la sangre en la puerta haría que el ángel no entrase, la fe en la sangre que el Cordero de Dios derrame impedirá que suframos la condenación. Si Blanquito fue tan especial para tu padre, más tiene que ser para ti Aquel que vendrá un día. Tiene que ser a quien más ames en esta vida.