—Hijo, ¿sabes cómo nos ve Dios por dentro? »Tu padre, cuando era niño, lo vio. Aunque te parezca imposible. Verás. Tu abuelo, al que no conociste, fue un padre entrañable. Siempre deseaba estar conmigo. Decía que yo crecía muy rápido y que no se lo quería perder. Que quería que creciera a su lado. Me prohibía crecer lo más mínimo si él no estaba presente. Quizá hubo momentos difíciles de escasez, pero si algo no faltaba nunca en nuestro hogar eran besos y abrazos. Me gustaba mucho estar en su regazo y que me estrujara entre sus brazos. Muchas veces me decía: “Mi corazón siempre está lleno de besos para ti. Cuantos más te doy, más me quedan”. Tu abuelo era un besucón sin remedio. También me decía que conmigo era el hombre más feliz de la Tierra y yo le respondía que, a su lado, yo era el niño más feliz del mundo. Siempre quería ir con él a todas partes. Tenía yo más ganas que él de que acabase de trabajar y llegase a casa. Mi padre siempre me había enseñado que, cuando llegaba a casa, después de estar trabajando duramente para nuestro sostén, qué menos que dejarlo todo y correr a darle un beso y un abrazo. Pero con un padre como el mío no hacía falta recordarlo. Un día vino con la mano vendada. —No es nada —fue lo primero que dijo, nada más entrar, para no preocuparnos—. Sólo es una simple quemadura. Le abracé con cuidado. Mi madre le quitó la venda y le puso aceite. —¿Cómo te la has hecho? ¡Es profunda! —No es para tanto, mujer. De aquí a una semana ni se notará —y le dio un beso. Pero tras una semana de cuidados por parte de mi madre, con aceite y vendas limpias cada día, una mancha rojiza apareció sobre la quemadura. Nunca había visto a mis padres mirarse entre ellos de esa manera. Los dos se retiraron para hablar a solas y al cabo de un rato volvieron. —Voy a salir un momento. —¡Voy contigo, papá! —Esta vez no puedes, hijo. —¿Por qué no, papá? —Voy a ver... al sacerdote. Tu madre te lo explicará... —dijo con voz entrecortada—. Dame un abrazo... o mejor, por esta vez, no... Cuando salió por la puerta miré a mi madre: —¿Qué sucede, mamá? Ella me hizo acercarme y me explicó que esa mancha rojiza y hundida no era normal y tenía que verla el sacerdote. Había que descartar que no fuese algo peor. —¿Algo peor? ¡A papá no le puede pasar nada malo! ¡Es muy bueno y le quiero mucho! Al cabo de unas horas, se presentaron unos hombres a la puerta de nuestra tienda preguntando por mamá. Mamá les dijo que pasaran y a mí me mandó ir a dar de comer a los animales. Tan pronto salieron aquellos hombres dejé lo que estaba haciendo para entrar corriendo a preguntar: —¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué sabes de papá? —Son sacerdotes. Han venido a decir que papá tardará en volver... —¡¿Qué?! ¿Por una quemadura? ¡Pero si está bien! —Tu padre tiene la lepra... —dijo girándose y conteniendo las ganas de llorar. »La quemadura le provocó la lepra —prosiguió secándose los humedecidos ojos con resignación. —¿Y cuánto tiempo tardará en volver? —No lo sé, hijo... La lepra era la enfermedad más temida por todos nosotros. Era como una mancha en el cuerpo que podía hacerse más profunda en la piel e incluso volverse en carne viva, pudriéndose sin saber cómo detenerlo. Y lo peor de todo, contagiosa. Papá no podía ya acercarse más a nosotros, ni abrazarnos ni besarnos. Yo tampoco podía estar en su regazo ni devolverle los abrazos. Era la brusca y dolorosa separación de una familia; y encima, tan unida como la nuestra. Ahora, todo dependía de si esa mancha se extendía o desaparecía. Como mínimo teníamos que esperar siete días angustiosos hasta que el sacerdote la volviese a inspeccionar. Yo estaba confiado de que la mancha desaparecería y que mi padre pronto volvería. Pensaba: “Cuando vuelva, verás qué abrazo y qué beso le voy a dar. Por todos los días que no se los he podido dar”. Pero la mancha no sólo se extendió sino que salió la carne viva. Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Perdí la cuenta. Sencillamente no venía. Mi madre iba a las afueras del campamento a llevarle comida cada día. No se podía acercar. Y en un sentido, creo que tampoco quería por el dolor de ver a papá en esa condición. Simplemente le dejaba la comida a la misma hora en el mismo lugar. Luego se alejaba y le veía a él acercarse. Mi madre le preguntaba que cómo estaba y mi padre siempre respondía preguntando que cómo estaba yo. —¿Cómo está hoy papá? —era mi pregunta de cada día al regresar mi madre—. ¿Está desapareciendo la llaga? —No, hijo. Papá está muy mal. Él nunca me lo quiere decir pero hoy le he visto una llaga en la cabeza... Tiene la lepra ya extendida a todas las partes de su cuerpo... No sé qué va a pasar con papá... Mi aparentemente fuerte pero frágil madre no pudo ocultar ya más su debilidad y rompió a llorar desconsolada delante de mí. Yo simplemente la abracé y esperé a que se desahogara. —Quiero ir contigo, mamá. Por favor, ¡déjame ir a ver a papá! —No, hijo. Tu padre no quiere. Y es mejor así —dijo secándose los ojos. »A él tampoco le gustaría que le vieses cómo está —prosiguió acariciando mi cabeza—. Dice que es mejor que nada estropee los buenos recuerdos juntos. Pensando que mi padre moriría en cualquier momento y que nunca más le vería, decidí ir a verle. Al día siguiente, seguí de lejos a mi madre para ver el sitio donde estaba. Había más leprosos. Hubiera querido acercarme más para reconocer a mi padre entre ellos pero me arriesgaba a ser descubierto. El día después, mientras mi madre pensaba que yo había salido a jugar, me encaminé dirección al valle rocoso de los leprosos. Llegué hasta el lugar donde mi madre dejaba la comida y, desde allí, traté de vislumbrar a lo lejos, siquiera por la silueta o el andar, a mi padre. El corazón se me encogió. Había un gran silencio. Nadie hablaba con nadie. Unos estaban sentados. Otros andaban de aquí para allá sin saber a dónde ir ni cómo ocupar las largas horas en ese tenebroso lugar. Hasta el olor del ambiente era desagradable. Todos tenían los vestidos rasgados en señal de dolor. Todos desgraciados. Todos solos sin sus familias. Todos miserables. De repente, uno de ellos me vio y se acercó gritando: —¡Inmundo! ¡Inmundo! ¡Niño, no te acerques! ¡Sal de aquí! ¡Inmundo! Al oír que se trataba de un niño, muchos se dieron la vuelta para mirar. No era normal ver a un niño allí. Yo me asusté y me giré para salir corriendo. Tenía mucho miedo. Y tenía mucha tristeza de marcharme sin ver a mi padre. Aún no había dado más que unos pasos, cuando oí una voz inconfundible: —¡Hijo! Me detuve en seco, me di la vuelta y hallé el valor para volver al sitio de donde había echado a correr para ver mejor. Los demás leprosos volvieron a su monotonía, pero vi a uno de ellos, con el rostro embozado hasta la nariz, que daba unos pasos hacia adelante. Tenía una mano vendada. Su cabeza estaba rapada y descubierta. Tenía una llaga podrida en ella. El color de su piel era blanco pálido. Parecía un muerto viviente. Lo único reconocible de ese hombre parado delante de mí era su voz. —¡¿Eres tú, papá?! —Sí, hijo... —dijo ahora con voz mucho más apagada, entristecido porque le viese en esa condición. Inconscientemente dí dos pasos más allá de la línea permitida. Quise correr a cobijarme en sus brazos. Pero tuve que detenerme al oír su voz: —¡Hijo! ¡No te acerques! Estoy inmundo... —terminó diciendo, bajando de nuevo la voz e inclinando la cabeza avergonzado. Por un momento hubo silencio. Ninguno de los dos sabíamos por dónde empezar a hablar. Tanto tiempo sin vernos y no sabíamos qué decir. Parecía como que si no había beso y abrazo no podíamos llevar una conversación normal. —Estás muy alto... —dijo él, rompiendo el silencio. »Has crecido sin mi permiso, hijo... —continuó titubeando—, y no he estado a tu lado... —¿Te duele? —le pregunté ahora yo, pensando en todas las llagas de su cuerpo. Tras unos momentos de silencio y de pensar qué responder, dijo: —Me duele el corazón, hijo... —dijo pensando en la llaga de su corazón—. Mi corazón está lleno de besos para ti... Y me duele el no poder dártelos... Soy el hombre más miserable de la Tierra... Yo quería decirle que ahora era el niño más infeliz del mundo, pero no pude. Traté, como mi madre, de mostrarme fuerte en medio de la fragilidad. Mis ojos se empañaron. —Vete, hijo... No conviene que estés aquí... —dijo él también con los ojos vidriosos. Me giré y di unos pocos pasos, pero enseguida eché a correr. Volví a casa corriendo, llorando, rabiando y por último... orando: —¿Por qué permites esto, Señor? ¿Por qué has permitido que mi padre tenga la lepra? »Mi padre es el mejor padre del mundo. Hay muchos otros padres peores que el mío. ¿Por qué mi padre es el que tenía más lepra siendo el que menos lo merecía? ¡No es justo! Oraba mirando al cielo, en voz alta, sin importarme quién me oyera. Casi como enfadado con Dios por permitirlo. Pero también, recordando lo que me había enseñado mi padre acerca de que el Señor permite muchas cosas que no entendemos y que siempre la respuesta y la solución están en Él, oré más calmadamente: —Señor, no dejes que la lepra nos separe para siempre. Sánale, por favor. Le conté a mi madre que le había visto y le dije que papá tenía razón. Si estaba arrepentido de haber ido era porque ahora no podía quitarme de la cabeza la condición en la que se encontraba mi padre. Me costaba dormir. Me costaba pensar en los buenos momentos. El haber visto a mi padre en esa condición me hizo perder toda esperanza. A los pocos días, se volvieron a presentar aquellos hombres que habían venido al principio a la puerta de nuestra tienda preguntando por mamá. Mamá les dijo que pasaran. Estaba convencido de que mi madre me mandaría de nuevo ir a dar de comer a los animales para no oír la noticia de que papá había muerto. Sin embargo, uno de los sacerdotes comenzó a hablar sin que mi madre me dijese nada: —Ya está aquí, pero todavía no se le puede tocar hasta que terminemos el rito de la purificación. Yo no entendía bien qué querían decir aquellas palabras, pero mi madre salió corriendo fuera de la tienda y allí estaba: ¡Papá completa y milagrosamente sano! Yo quise abalanzarme sobre él, pero uno de los sacerdotes me detuvo. —Todavía no. Espera un poquito a que se complete el ritual y entonces podrás abrazar a tu padre. “¡¿Esperar más?!”, dije para mis adentros sin entenderlo. Pero no me quedó más remedio que aceptarlo. Parte de ese proceso de purificación consistía en que el sacerdote tomaba dos aves. Una de ellas se mataba en un vaso de barro sobre aguas limpias y la otra, una vez rociada con la sangre de la muerta, era soltada libre. Durante los siguientes ocho días de espera, agradecido a Dios, reflexioné en todo lo sucedido. Mi padre me contó más tarde que después de vernos, cuando se retiró a la cueva, se dio cuenta de que estaba sanado. Entendí que Dios había oído mi oración desesperada y había tenido compasión de nosotros. Y también creo que aunque mi padre no quería que le viese, Dios sí. Para enseñarme cómo nos ve el Señor por dentro y que me diese cuenta de las consecuencias del pecado. El pecado es muy feo, hijo. Empieza con algo pequeño, sin importancia, pero que luego va creciendo y extendiéndose a todo el cuerpo. No solo crecemos nosotros. También crece nuestro pecado. Al final, no hay parte de nuestro cuerpo con la que no pequemos por muy buenos que nos creamos. Desde la cabeza hasta los pies. Con los pensamientos, con lo que vemos, oímos y hablamos. Con las cosas que hacemos y con los caminos por los que andamos. Por dentro somos como un leproso. Como una podrida y maloliente llaga alrededor de todo nuestro cuerpo que poco a poco acaba con nosotros. Unos muertos vivientes condenados a estar separados de Dios y de nuestros seres queridos para siempre. Unos leprosos miserables que sólo por la misericordia de Dios podemos ser sanados. Así nos ve Dios, hijo. Y así es nuestro pecado. Y por eso el rito de las dos aves antes de poder volver a abrazar a mi padre. El Señor quería que tuviésemos bien claro en base a qué somos limpiados de nuestra lepra del pecado: En base a que Alguien que desciende del Cielo, representado por un ave, se hace hombre, representado por aquella frágil vasija de barro, y muere en nuestro lugar para que nosotros podamos volar limpios y libres a Su presencia en el Cielo. Hijo, no lo olvides nunca: Un día, el Salvador tendrá que llevar todos los pecados sucios, podridos y malolientes de todos los seres humanos. Dios lo hará pecado y cuando eso suceda, Él sufrirá en nuestro lugar la separación del Padre amado con quien siempre han estado juntos. Lo hará para que no suframos nosotros la separación eterna de Dios y de nuestros seres queridos. Con la lepra de mi padre pude apreciar no sólo cómo me ve Dios sino también lo que el Salvador hará por mí. Hará el trabajo más desagradable, sucio y feo que jamás nadie ha hecho ni quiere hacer. Y todo para que siempre pueda estar con el Padre y con mi padre. En aquella última semana, antes de poder estrujar a mi padre con un abrazo que compensase todos los que no le había podido dar en aquellos largos meses, y tras pensar en estas cosas, sentí el deseo y la necesidad de orar de nuevo al Señor. Me dirigí a Él y le dije: —“Señor, por lo que tú harás por mí un día, límpiame de la lepra de mi pecado”. No puedo decirte lo que sentí el día que pude, de nuevo, abrazar a mi padre. Fue un abrazo sin palabras y en el que perdimos la noción del tiempo. Fue un abrazo entrañable y lleno de emoción. Por fin podía volver a estar en los brazos de mi padre. Pero fue mucho más especial de lo que creía. Porque sentía que el Señor no sólo había limpiado de la lepra a mi padre sino también a mí. A mi padre por fuera y a mí por dentro. Los dos limpios. Cuando tu abuelo murió, en medio de la tristeza, estaba feliz. Porque sabía que esa separación no era para siempre y que un día lo volvería a abrazar como también querré abrazarte a ti después de que yo muera. Hijo, yo también quiero estar siempre contigo.
—Hijo, ¿sabes cómo nos ve Dios por dentro? »Tu padre, cuando era niño, lo vio. Aunque te parezca imposible. Verás. Tu abuelo, al que no conociste, fue un padre entrañable. Siempre deseaba estar conmigo. Decía que yo crecía muy rápido y que no se lo quería perder. Que quería que creciera a su lado. Me prohibía crecer lo más mínimo si él no estaba presente. Quizá hubo momentos difíciles de escasez, pero si algo no faltaba nunca en nuestro hogar eran besos y abrazos. Me gustaba mucho estar en su regazo y que me estrujara entre sus brazos. Muchas veces me decía: “Mi corazón siempre está lleno de besos para ti. Cuantos más te doy, más me quedan”. Tu abuelo era un besucón sin remedio. También me decía que conmigo era el hombre más feliz de la Tierra y yo le respondía que, a su lado, yo era el niño más feliz del mundo. Siempre quería ir con él a todas partes. Tenía yo más ganas que él de que acabase de trabajar y llegase a casa. Mi padre siempre me había enseñado que, cuando llegaba a casa, después de estar trabajando duramente para nuestro sostén, qué menos que dejarlo todo y correr a darle un beso y un abrazo. Pero con un padre como el mío no hacía falta recordarlo. Un día vino con la mano vendada. —No es nada —fue lo primero que dijo, nada más entrar, para no preocuparnos—. Sólo es una simple quemadura. Le abracé con cuidado. Mi madre le quitó la venda y le puso aceite. —¿Cómo te la has hecho? ¡Es profunda! —No es para tanto, mujer. De aquí a una semana ni se notará —y le dio un beso. Pero tras una semana de cuidados por parte de mi madre, con aceite y vendas limpias cada día, una mancha rojiza apareció sobre la quemadura. Nunca había visto a mis padres mirarse entre ellos de esa manera. Los dos se retiraron para hablar a solas y al cabo de un rato volvieron. —Voy a salir un momento. —¡Voy contigo, papá! —Esta vez no puedes, hijo. —¿Por qué no, papá? —Voy a ver... al sacerdote. Tu madre te lo explicará... —dijo con voz entrecortada—. Dame un abrazo... o mejor, por esta vez, no... Cuando salió por la puerta miré a mi madre: —¿Qué sucede, mamá? Ella me hizo acercarme y me explicó que esa mancha rojiza y hundida no era normal y tenía que verla el sacerdote. Había que descartar que no fuese algo peor. —¿Algo peor? ¡A papá no le puede pasar nada malo! ¡Es muy bueno y le quiero mucho! Al cabo de unas horas, se presentaron unos hombres a la puerta de nuestra tienda preguntando por mamá. Mamá les dijo que pasaran y a mí me mandó ir a dar de comer a los animales. Tan pronto salieron aquellos hombres dejé lo que estaba haciendo para entrar corriendo a preguntar: —¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué sabes de papá? —Son sacerdotes. Han venido a decir que papá tardará en volver... —¡¿Qué?! ¿Por una quemadura? ¡Pero si está bien! —Tu padre tiene la lepra... —dijo girándose y conteniendo las ganas de llorar. »La quemadura le provocó la lepra —prosiguió secándose los humedecidos ojos con resignación. —¿Y cuánto tiempo tardará en volver? —No lo sé, hijo... La lepra era la enfermedad más temida por todos nosotros. Era como una mancha en el cuerpo que podía hacerse más profunda en la piel e incluso volverse en carne viva, pudriéndose sin saber cómo detenerlo. Y lo peor de todo, contagiosa. Papá no podía ya acercarse más a nosotros, ni abrazarnos ni besarnos. Yo tampoco podía estar en su regazo ni devolverle los abrazos. Era la brusca y dolorosa separación de una familia; y encima, tan unida como la nuestra. Ahora, todo dependía de si esa mancha se extendía o desaparecía. Como mínimo teníamos que esperar siete días angustiosos hasta que el sacerdote la volviese a inspeccionar. Yo estaba confiado de que la mancha desaparecería y que mi padre pronto volvería. Pensaba: “Cuando vuelva, verás qué abrazo y qué beso le voy a dar. Por todos los días que no se los he podido dar”. Pero la mancha no sólo se extendió sino que salió la carne viva. Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Perdí la cuenta. Sencillamente no venía. Mi madre iba a las afueras del campamento a llevarle comida cada día. No se podía acercar. Y en un sentido, creo que tampoco quería por el dolor de ver a papá en esa condición. Simplemente le dejaba la comida a la misma hora en el mismo lugar. Luego se alejaba y le veía a él acercarse. Mi madre le preguntaba que cómo estaba y mi padre siempre respondía preguntando que cómo estaba yo. —¿Cómo está hoy papá? —era mi pregunta de cada día al regresar mi madre—. ¿Está desapareciendo la llaga? —No, hijo. Papá está muy mal. Él nunca me lo quiere decir pero hoy le he visto una llaga en la cabeza... Tiene la lepra ya extendida a todas las partes de su cuerpo... No sé qué va a pasar con papá... Mi aparentemente fuerte pero frágil madre no pudo ocultar ya más su debilidad y rompió a llorar desconsolada delante de mí. Yo simplemente la abracé y esperé a que se desahogara. —Quiero ir contigo, mamá. Por favor, ¡déjame ir a ver a papá! —No, hijo. Tu padre no quiere. Y es mejor así —dijo secándose los ojos. »A él tampoco le gustaría que le vieses cómo está —prosiguió acariciando mi cabeza—. Dice que es mejor que nada estropee los buenos recuerdos juntos. Pensando que mi padre moriría en cualquier momento y que nunca más le vería, decidí ir a verle. Al día siguiente, seguí de lejos a mi madre para ver el sitio donde estaba. Había más leprosos. Hubiera querido acercarme más para reconocer a mi padre entre ellos pero me arriesgaba a ser descubierto. El día después, mientras mi madre pensaba que yo había salido a jugar, me encaminé dirección al valle rocoso de los leprosos. Llegué hasta el lugar donde mi madre dejaba la comida y, desde allí, traté de vislumbrar a lo lejos, siquiera por la silueta o el andar, a mi padre. El corazón se me encogió. Había un gran silencio. Nadie hablaba con nadie. Unos estaban sentados. Otros andaban de aquí para allá sin saber a dónde ir ni cómo ocupar las largas horas en ese tenebroso lugar. Hasta el olor del ambiente era desagradable. Todos tenían los vestidos rasgados en señal de dolor. Todos desgraciados. Todos solos sin sus familias. Todos miserables. De repente, uno de ellos me vio y se acercó gritando: —¡Inmundo! ¡Inmundo! ¡Niño, no te acerques! ¡Sal de aquí! ¡Inmundo! Al oír que se trataba de un niño, muchos se dieron la vuelta para mirar. No era normal ver a un niño allí. Yo me asusté y me giré para salir corriendo. Tenía mucho miedo. Y tenía mucha tristeza de marcharme sin ver a mi padre. Aún no había dado más que unos pasos, cuando oí una voz inconfundible: —¡Hijo! Me detuve en seco, me di la vuelta y hallé el valor para volver al sitio de donde había echado a correr para ver mejor. Los demás leprosos volvieron a su monotonía, pero vi a uno de ellos, con el rostro embozado hasta la nariz, que daba unos pasos hacia adelante. Tenía una mano vendada. Su cabeza estaba rapada y descubierta. Tenía una llaga podrida en ella. El color de su piel era blanco pálido. Parecía un muerto viviente. Lo único reconocible de ese hombre parado delante de mí era su voz. —¡¿Eres tú, papá?! —Sí, hijo... —dijo ahora con voz mucho más apagada, entristecido porque le viese en esa condición. Inconscientemente dí dos pasos más allá de la línea permitida. Quise correr a cobijarme en sus brazos. Pero tuve que detenerme al oír su voz: —¡Hijo! ¡No te acerques! Estoy inmundo... —terminó diciendo, bajando de nuevo la voz e inclinando la cabeza avergonzado. Por un momento hubo silencio. Ninguno de los dos sabíamos por dónde empezar a hablar. Tanto tiempo sin vernos y no sabíamos qué decir. Parecía como que si no había beso y abrazo no podíamos llevar una conversación normal. —Estás muy alto... —dijo él, rompiendo el silencio. »Has crecido sin mi permiso, hijo... —continuó titubeando—, y no he estado a tu lado... —¿Te duele? —le pregunté ahora yo, pensando en todas las llagas de su cuerpo. Tras unos momentos de silencio y de pensar qué responder, dijo: —Me duele el corazón, hijo... —dijo pensando en la llaga de su corazón—. Mi corazón está lleno de besos para ti... Y me duele el no poder dártelos... Soy el hombre más miserable de la Tierra... Yo quería decirle que ahora era el niño más infeliz del mundo, pero no pude. Traté, como mi madre, de mostrarme fuerte en medio de la fragilidad. Mis ojos se empañaron. —Vete, hijo... No conviene que estés aquí... —dijo él también con los ojos vidriosos. Me giré y di unos pocos pasos, pero enseguida eché a correr. Volví a casa corriendo, llorando, rabiando y por último... orando: —¿Por qué permites esto, Señor? ¿Por qué has permitido que mi padre tenga la lepra? »Mi padre es el mejor padre del mundo. Hay muchos otros padres peores que el mío. ¿Por qué mi padre es el que tenía más lepra siendo el que menos lo merecía? ¡No es justo! Oraba mirando al cielo, en voz alta, sin importarme quién me oyera. Casi como enfadado con Dios por permitirlo. Pero también, recordando lo que me había enseñado mi padre acerca de que el Señor permite muchas cosas que no entendemos y que siempre la respuesta y la solución están en Él, oré más calmadamente: —Señor, no dejes que la lepra nos separe para siempre. Sánale, por favor. Le conté a mi madre que le había visto y le dije que papá tenía razón. Si estaba arrepentido de haber ido era porque ahora no podía quitarme de la cabeza la condición en la que se encontraba mi padre. Me costaba dormir. Me costaba pensar en los buenos momentos. El haber visto a mi padre en esa condición me hizo perder toda esperanza. A los pocos días, se volvieron a presentar aquellos hombres que habían venido al principio a la puerta de nuestra tienda preguntando por mamá. Mamá les dijo que pasaran. Estaba convencido de que mi madre me mandaría de nuevo ir a dar de comer a los animales para no oír la noticia de que papá había muerto. Sin embargo, uno de los sacerdotes comenzó a hablar sin que mi madre me dijese nada: —Ya está aquí, pero todavía no se le puede tocar hasta que terminemos el rito de la purificación. Yo no entendía bien qué querían decir aquellas palabras, pero mi madre salió corriendo fuera de la tienda y allí estaba: ¡Papá completa y milagrosamente sano! Yo quise abalanzarme sobre él, pero uno de los sacerdotes me detuvo. —Todavía no. Espera un poquito a que se complete el ritual y entonces podrás abrazar a tu padre. “¡¿Esperar más?!”, dije para mis adentros sin entenderlo. Pero no me quedó más remedio que aceptarlo. Parte de ese proceso de purificación consistía en que el sacerdote tomaba dos aves. Una de ellas se mataba en un vaso de barro sobre aguas limpias y la otra, una vez rociada con la sangre de la muerta, era soltada libre. Durante los siguientes ocho días de espera, agradecido a Dios, reflexioné en todo lo sucedido. Mi padre me contó más tarde que después de vernos, cuando se retiró a la cueva, se dio cuenta de que estaba sanado. Entendí que Dios había oído mi oración desesperada y había tenido compasión de nosotros. Y también creo que aunque mi padre no quería que le viese, Dios sí. Para enseñarme cómo nos ve el Señor por dentro y que me diese cuenta de las consecuencias del pecado. El pecado es muy feo, hijo. Empieza con algo pequeño, sin importancia, pero que luego va creciendo y extendiéndose a todo el cuerpo. No solo crecemos nosotros. También crece nuestro pecado. Al final, no hay parte de nuestro cuerpo con la que no pequemos por muy buenos que nos creamos. Desde la cabeza hasta los pies. Con los pensamientos, con lo que vemos, oímos y hablamos. Con las cosas que hacemos y con los caminos por los que andamos. Por dentro somos como un leproso. Como una podrida y maloliente llaga alrededor de todo nuestro cuerpo que poco a poco acaba con nosotros. Unos muertos vivientes condenados a estar separados de Dios y de nuestros seres queridos para siempre. Unos leprosos miserables que sólo por la misericordia de Dios podemos ser sanados. Así nos ve Dios, hijo. Y así es nuestro pecado. Y por eso el rito de las dos aves antes de poder volver a abrazar a mi padre. El Señor quería que tuviésemos bien claro en base a qué somos limpiados de nuestra lepra del pecado: En base a que Alguien que desciende del Cielo, representado por un ave, se hace hombre, representado por aquella frágil vasija de barro, y muere en nuestro lugar para que nosotros podamos volar limpios y libres a Su presencia en el Cielo. Hijo, no lo olvides nunca: Un día, el Salvador tendrá que llevar todos los pecados sucios, podridos y malolientes de todos los seres humanos. Dios lo hará pecado y cuando eso suceda, Él sufrirá en nuestro lugar la separación del Padre amado con quien siempre han estado juntos. Lo hará para que no suframos nosotros la separación eterna de Dios y de nuestros seres queridos. Con la lepra de mi padre pude apreciar no sólo cómo me ve Dios sino también lo que el Salvador hará por mí. Hará el trabajo más desagradable, sucio y feo que jamás nadie ha hecho ni quiere hacer. Y todo para que siempre pueda estar con el Padre y con mi padre. En aquella última semana, antes de poder estrujar a mi padre con un abrazo que compensase todos los que no le había podido dar en aquellos largos meses, y tras pensar en estas cosas, sentí el deseo y la necesidad de orar de nuevo al Señor. Me dirigí a Él y le dije: —“Señor, por lo que tú harás por mí un día, límpiame de la lepra de mi pecado”. No puedo decirte lo que sentí el día que pude, de nuevo, abrazar a mi padre. Fue un abrazo sin palabras y en el que perdimos la noción del tiempo. Fue un abrazo entrañable y lleno de emoción. Por fin podía volver a estar en los brazos de mi padre. Pero fue mucho más especial de lo que creía. Porque sentía que el Señor no sólo había limpiado de la lepra a mi padre sino también a mí. A mi padre por fuera y a mí por dentro. Los dos limpios. Cuando tu abuelo murió, en medio de la tristeza, estaba feliz. Porque sabía que esa separación no era para siempre y que un día lo volvería a abrazar como también querré abrazarte a ti después de que yo muera. Hijo, yo también quiero estar siempre contigo.